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"Son  apenas unos pasos, los pasos que no se recorren, los que cuando no se dan, aunque sea tan solo uno, crean un vacío tan ancho como un abismo, generalmente, de la indiferencia, a veces, muchas veces, el de la complicidad.

(...) Somos responsables de lo que no vimos porque somos responsables de lo que no hacemos, somos cómplices de la realidad tal como está porque somos protagonistas de la historia y, no mirándola, consentimos en que quede sin ver lo que otros no quieren mirar."

Dos hombres puestos en escena, uno rico y uno pobre. Uno cubierto de 'lino y púrpura', el otro 'cubierto de llagas': Uno sentado frente a 'espléndidos banquetes', el otro, 'echado a su puerta'… Dos hombres son flagrantemente contrastados, sin mayores matices: sin escapatoria de relativizar.

El rico, consecuentemente, vive en la abundancia, el pobre, quizás como consecuencia del 'consecuentemente' del rico, vive en la carencia.  La riqueza de uno y la pobreza del otro conviven a unos pasos de distancia y, no obstante, parecen no encontrarse ni verse en el camino de la vida.

Son  apenas unos pasos, los pasos que no se recorren, los que cuando no se dan, aunque sea tan solo uno, crean un vacío tan ancho como un abismo, generalmente, de la indiferencia, a veces, muchas veces, el de la complicidad.

Uno parece haber vivido mirando exclusivamente hacia arriba o,  cuanto más, bajando la mirada hasta el nivel de la mesa de su banquete, el otro, Lázaro, mirando hacia abajo, buscando con su mirada, deseando con ella las migajas que caigan de la mesa del rico, 'pero nadie se lo dabaֹ'.

Uno erguido, inclinado el otro, inclinado, como para caber en el escaso ligar que solemos dejar en la vida para los que no son como 'ellos', para los que no son 'como uno'.

En realidad el rico no ha negado nada al pobre ni este parece haberle pedido nada al rico. La parábola no nos dice que el rico 'lo vio y siguió de largo', como el sacerdote o el levita de la historia del 'buen samaritano'. Simplemente el rico no lo vio o, de haberlo visto, no lo tuvo en cuenta: un pobre más no cuenta para la cuenta de un rico, en su cuenta solo cuentan las riquezas, solo cuenta lo que agrega, lo que suma.

Pareciera que nunca lo miró ni nunca se acercó, ni siquiera para darle una limosna, para pagar la propia conciencia del diezmo para que nos deje seguir caminando, alejarnos del mendigo, dejar atrás mi responsabilidad, postergar la necesidad del pobre. No se acercó, ni siquiera para darle esa moneda con la que pagamos la huida. Es harto evidente que el rico de esta parábola está trazado con rasgos caricaturescos o, quizás, más que caricatura represente la desnudez de toda riqueza, la que puede camuflarse con ropajes de púrpura y lino o con trajes de corte inglés i etiquetas francesas. Lo cierto es que busca expresar una realidad que parecería perenne, una realidad que resulta evidente: la evidencia que nos negamos a ver y, consecuente y terriblemente, otra verdad, otra consecuencia: somos responsables aún de lo que no vemos, tendremos que responder no solo por lo que no vimos sino también por lo que debimos ver, por lo que la vida puso frente a nosotros cuando nosotros mirábamos hacia otro lugar.

Somos responsables de lo que no vimos porque somos responsables de lo que no hacemos, somos cómplices de la realidad tal como está porque somos protagonistas de la historia y, no mirándola, consentimos en que quede sin ver lo que otros no quieren mirar: aquello que, como a Lázaro, es lo que mira Dios." 

"Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él.
Entonces exclamó: 'Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan'.
'Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento.
Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí'. 
El rico contestó: 'Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento'. Abraham respondió: 'Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen'. 'No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán'.
Pero Abraham respondió: 'Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán."  

(Lucas 16, 19-31)

 

Hugo Mujica. Kénosis, sabiduría y compasión en los evangelios,
pág. 123-127, Ed. Marea (2009), Buenos Aires
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