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Enrique Hernández

FILOSOFÍA Y LIBERACIÓN

Parte IV:

La mediación y su discurso¹

     Sostenemos, en principio, que el texto principal de una filosofía comprometida con la liberación es el discurso ético-político en cuanto cristaliza, como lenguaje hegemónico o como expresión de la resistencia, es decir, como lenguaje hegemónico o como expresión de la historia y una figura de la historia popular.  Este es el momento de la expresión de una particularidad concreta que a la vez es mediación legítima de lo universal-humano, en cuanto no inmediata.

 

    En este discurso ético-político que viene desde antes de la independencia, la categoría de opresión tiene un lugar permanente. Así, la reivindicación del oprimido se inserta en la tradición marxista sin esfuerzo, como la determinación principal del sujeto revolucionario. En la teología y la filosofía de la liberación, el oprimido aparece ambiguamente como sinónimo del pobre, pero cobra sentido concreto en las propuestas prácticas, precisamente porque es un símbolo propio del lenguaje ético-político de nuestra América desde siempre. La opresión ha sido entendida primariamente como ausencia de soberanía, como imposibilidad de constituir un nosotros en la justicia; en síntesis, como privación de la dignidad. (…) Así, la opresión del criollo y el indio mentan la particularidad histórica de nuestra América y fundan el sentido primario de la liberación. (…)

 

    En nuestro concepto, lo oprimido puede definirse como la voluntad histórica negada de constituir un pueblo en la justicia. Esta definición, que parece hacerse cargo de lo común a todo el pensamiento de la liberación, implica asumir que la concreción de la justicia es ante todo adquirir dignidad histórica como pueblo, esto es, como unidad de cultura internamente solidaria.

Esta categoría de opresión busca expresar no la universalidad humana-inmediata, sino la particularidad americana, nombrando negativamente nuestro interés histórico común: la ruptura de la dependencia y la afirmación de nuestro propio sentido de justicia.

 

    La determinación positiva del oprimido como sujeto de la liberación, en nuestro concepto, se expresa en la patria como realización histórica del nosotros popular. (…)

    La patria como lugar ético de la realización efectiva del pueblo es el lugar de la praxis de la liberación, más que del discurso y el análisis. Análogamente, sabemos que la figura del patriota es el primer rostro histórico del sujeto americano, no como reivindicador de la tierra de sus antepasados, sino como ejecutor de la propia dignidad al precio de la guerra de liberación. Y si en nuestro subcontinente la independencia sigue siendo el horizonte histórico de nuestro interés, el patriota es necesariamente el sujeto de la liberación. (…)

    Hagamos por último una concesión a la vieja tradición metafísica para decir una vez más que en nuestra América, la patria es el lugar no del padre, sino del hijo. La patria como “lugar del hijo” es el ámbito de la justicia, de la liberación de su particularidad histórica. Por eso la dependencia es decir, la ausencia de patria ha tomado la forma de negación del hijo bajo modos tan concretos como la planificación imperialista de la natalidad o el genocidio que se ha vuelto a pasear por nuestros países.

    Dependencia, deuda, genocidio, son nombres precisos de la negación de la patria como lugar del hijo, de allí que esta categoría se nos aparezca como la alternativa contra la muerte, igual que en la consigna popular y, por lo tanto, como el horizonte de sentido del pensamiento de la liberación.
 

[1] Simposio Internacional de Filosofía, Universidad Central de las Villas, Cuba, 1989. En “Función de la filosofía, misión del pensamiento latinoamericano”, Enrique Hernández, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2017.

Parte III:

Teología y filosofía de la liberación[1]

 

[

     La primera forma –teológica –de este pensamiento se propuso ir más allá de una filosofía de la cultura y rescatar de la simbólica popular, básicamente cristiana, en el sentido liberador que contiene como núcleo moral. Para esta corriente (más filosofía en Dussel y más teología y ciencia social en Assman, Hinkelammert y otros), el pobre se presenta como la figura del sujeto histórico de la liberación. El pobre es el testigo principal de la filosofía como pensamiento de la historia, en cuanto que es el portador del sentido moral del proceso.

       Hace muchos años observamos que en la obra de Dussel la concepción del pobre conservaba todos los rasgos de la universalidad inmediata que le daba la matriz romana del pensar teológico que le servía de base. Esa objeción sigue siendo válida, pese al esfuerzo admirable de Dussel por abrir una interpretación fiel del marxismo, recuperable por el cristianismo popular latinoamericano: el pobre de la filosofía de la liberación sigue siendo inmediatamente universal en tanto lo define como portador de la justicia, voz que interpela, alteridad que irrumpe en la totalidad opresora y –en una palabra –revelador de lo divino que subyace en el drama de la historia. (…)

      Esta universalidad inmediata (tercermundista) del pobre es el paralelo en la teología o filosofía de la liberación de la que algún marxismo ritual le asignó a la clase obrera, en esa tradición que laboriosamente busca superar. (…)

        Así como en el marxismo ritualizado el a priori de la universalidad obrera abre la cuestión nacional a la transacción y el oportunismo, del mismo modo en la filosofía de la liberación el supuesto de “exterioridad” (léase inocencia) del pobre arquetípico permite la instrumentación política de su exigencia de justicia, siendo que el criterio de legitimación no parte de definir exactamente qué tipo de pobreza es la que está en juego y hasta dónde exige la quiebra del sistema. (…)

        En síntesis: así como el marxismo latinoamericano para ser auténtico –esto es, filosofía de la praxis y no importación de paradigmas –debe persistir en su actitud de depurarse del eurocentrismo de su primera tradición, análogamente la filosofía de la liberación debe criticar la matriz romana, inmediatamente universal de la categoría de pobre en que busca fundar el sentido ético de la historia. (…)

       Para este trabajo, a medio camino entre la particularidad de cada experiencia y la generalidad de los paradigmas, el lugar de la mediación parece estar dado por la tradición ideológica americana. Una tradición que sostiene las categorías necesarias, aunque la costumbre académica de la “historia de las ideas” haya recuperado hasta ahora solo una parte mínima de los discursos ideológicos posibles.

        Precisamente es de la tradición ideológica americana que surgen las categorías de oprimido y patriota como alternativas de los universales-inmediatos europeos; oprimido y patriota son nombres efectivos del mismo sujeto histórico, portador de los intereses históricos de la liberación.

[1] Simposio Internacional de Filosofía, Universidad Central de las Villas, Cuba, 1989. En “Función de la filosofía, misión del pensamiento latinoamericano”, Enrique Hernández, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2017.

Parte II:

El marxismo [1]

 

[

      En la tradición marxista, que hoy es la fuente principal del pensamiento liberador en filosofía –también en nuestra América –subsisten las huellas del carácter inmediato de la universalidad europea, pese a que la estructura misma del método tiende a disolverlas.

        En el origen está la afirmación de Marx: la clase obrera es, en principio, inmediatamente universal y ajena a toda patria. La trasposición de esta fórmula, su falta de elaboración a la luz de la experiencia histórica no sólo atrasa al pensamiento marxista sino que condiciona el proceso político en su realidad concreta. La clase obrera tiene que ser  inmediatamente universal porque así lo exige la configuración de su conciencia en el internacionalismo revolucionario, en tanto clase portadora de los intereses históricos de la humanidad. Hay casi una exigencia táctica en esta afirmación de lo inmediato de la universalidad proletaria que se explica por la situación europea en el momento de su expresión. Pero su aplicación dogmática está en el origen de grandes dificultades de la teoría y la práctica política que hoy es imperioso superar, precisamente a partir de la práctica.

          En principio, la aceptación del carácter inmediatamente universal de la clase obrera hace difícil pensar de qué modo la dialéctica histórica la afecta en su interior: ubicada al fin de la prehistoria, la clase revolucionaria no está al fin de la historia, sino que la dialéctica la afecta en su propio movimiento interior. No es cierto que la racionalidad de la clase obrera consiste en desplegar “hacia fuera”, en la sociedad civil, sus intereses históricos, sino que sus propias contradicciones interiores son mediaciones de su conciencia y de la conciencia del bloque popular que puede conducir. Así, se hace necesario atender mejor sus particularidades nacionales, regionales o de bloque, relativas a su situación concreta. No como circunstancias accidentales de su supuesta estructura universal, sino como componentes efectivos de su movimiento interno. (…)

           La “cuestión nacional” –de la que no es el caso hacer detalle –es la transposición directa al planteo teórico político de lo anterior, esto es, del problema de la dialéctica interna de la clase obrera y la consecuente determinación de la contradicción principal de una coyuntura en la que esta clase puede ser hegemónica. Resolver en cada paso la cuestión nacional implica, además, lidiar con los fantasmas decimonónicos del nacionalismo burgués y acertar con la eficacia relativa de la superestructura del Estado. Ahora bien: en nuestra América, los marxistas que han avanzado efectivamente, como Mariátegui, en el trabajo teórico de esta cuestión luchan siempre contra el supuesto de la universalidad-racionalidad inmediata de la clase revolucionaria. (…)

           Veremos después cuál puede ser la expresión teórica adecuada de esta particularidad concreta que se muestra en el proceso americano, perfilada en el presente –como siempre –por imperio de la práctica y la enseñanza de la historia. Pero antes conviene comparar el problema de lo universal-inmediato en la tradición marxista con su equivalente en la filosofía de la liberación.

[1] Simposio Internacional de Filosofía, Universidad Central de las Villas, Cuba, 1989. En “Función de la filosofía, misión del pensamiento latinoamericano”, Enrique Hernández, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2017.

Parte I:

lLa universalidad

del sujeto[1]

 

[1]

      En la tradición marxista, que hoy es la fuente principal del pensamiento liberador en filosofía –también en nuestra América –subsisten las huellas del carácter inmediato de la universalidad europea, pese a que la estructura misma del método tiende a disolverlas.

        En el origen está la afirmación de Marx: la clase obrera es, en principio, inmediatamente universal y ajena a toda patria. La trasposición de esta fórmula, su falta de elaboración a la luz de la experiencia histórica no sólo atrasa al pensamiento marxista sino que condiciona el proceso político en su realidad concreta. La clase obrera tiene que ser  inmediatamente universal porque así lo exige la configuración de su conciencia en el internacionalismo revolucionario, en tanto clase portadora de los intereses históricos de la humanidad. Hay casi una exigencia táctica en esta afirmación de lo inmediato de la universalidad proletaria que se explica por la situación europea en el momento de su expresión. Pero su aplicación dogmática está en el origen de grandes dificultades de la teoría y la práctica política que hoy es imperioso superar, precisamente a partir de la práctica.

          En principio, la aceptación del carácter inmediatamente universal de la clase obrera hace difícil pensar de qué modo la dialéctica histórica la afecta en su interior: ubicada al fin de la prehistoria, la clase revolucionaria no está al fin de la historia, sino que la dialéctica la afecta en su propio movimiento interior. No es cierto que la racionalidad de la clase obrera consiste en desplegar “hacia fuera”, en la sociedad civil, sus intereses históricos, sino que sus propias contradicciones interiores son mediaciones de su conciencia y de la conciencia del bloque popular que puede conducir. Así, se hace necesario atender mejor sus particularidades nacionales, regionales o de bloque, relativas a su situación concreta. No como circunstancias accidentales de su supuesta estructura universal, sino como componentes efectivos de su movimiento interno. (…)

           La “cuestión nacional” –de la que no es el caso hacer detalle –es la transposición directa al planteo teórico político de lo anterior, esto es, del problema de la dialéctica interna de la clase obrera y la consecuente determinación de la contradicción principal de una coyuntura en la que esta clase puede ser hegemónica. Resolver en cada paso la cuestión nacional implica, además, lidiar con los fantasmas decimonónicos del nacionalismo burgués y acertar con la eficacia relativa de la superestructura del Estado. Ahora bien: en nuestra América, los marxistas que han avanzado efectivamente, como Mariátegui, en el trabajo teórico de esta cuestión luchan siempre contra el supuesto de la universalidad-racionalidad inmediata de la clase revolucionaria. (…)

           Veremos después cuál puede ser la expresión teórica adecuada de esta particularidad concreta que se muestra en el proceso americano, perfilada en el presente –como siempre –por imperio de la práctica y la enseñanza de la historia. Pero antes conviene comparar el problema de lo universal-inmediato en la tradición marxista con su equivalente en la filosofía de la liberación.

[1] Simposio Internacional de Filosofía, Universidad Central de las Villas, Cuba, 1989. En “Función de la filosofía, misión del pensamiento latinoamericano”, Enrique Hernández, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2017.
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