
Revista DM2
Septiembre 2016
Al Farabi
Trazos desde el islam
Por Carolina Chocrón
Malala Yousafzai dijo que un niño, un profesor y una pluma pueden cambiar el mundo. Fátima Al-Fihri algo de eso sabía. Nació en el año 800 en Kairouan, Túnez. Su padre era un comerciante muy acaudalado, que sabía que el mayor bien que les podía legar a sus hijos era una buena educación. Así que se ocupó de que tuvieran la mejor.
Cuando los niños todavía eran pequeños, se mudaron a Fez, Marruecos, donde los negocios prosperarían todavía más.
Fátima y Mariam, su hermana, heredaron una gran cantidad de dinero cuando murieron su padre y su hermano.
El zakat, uno de los pilares del islam, no se limita a una contribución anual traducida en caridad para los pobres. La esencia del zakat es la purificación: uno purifica sus bienes compartiéndolos. ¡Pero las mercedes de Dios son tan abundantes y diversas! Por eso es tradición en el Islam dar de las mercedes con que Dios nos obsequia, porque los dones solo crecen si se comparten.
Y estas hermanas, agradecidas por la educación recibida, decidieron convertir esta herencia en un legado que atravesaría los siglos y las culturas.
La fortuna que heredaron fue tal que Mariam contribuyó a la construcción de la Gran Mezquita de Al-Andalus y Fátima a la de Al-Qarawiyyin. Durante la construcción de esta última se incluyeron los estudios universitarios en una entidad adjunta a la mezquita. La Universidad de Al-Qarawiyyin, fundada en 859, es considerada la universidad más antigua todavía en funcionamiento. Entre sus paredes estudiaron desde Maimónides (médico, rabino y teólogo judío) hasta Ibn Al-Arabi (místico sufí, poeta y filósofo musulmán); sin olvidar a Gilberto de Auvernia, quien se convertiría años más tarde en el Papa Silvestre II, y a quien algunos le atribuyen la introducción en Europa los números arábigos y el concepto del cero.
Río de letras fluyendo en todas las direcciones, cálamo infinito, verbo enamorado, la Universidad de Al-Qarawiyyin sigue alimentando los corazones y las mentes de los estudiantes que se acercan cada día en busca de conocimiento.
Fátima Al-Fihri falleció a los ochenta años. Pero su sabiduría y su generosidad viven en los pasos de todo aquel que busque tanto conocer como compartir.
“Buscar el conocimiento es un deber de todo musulmán” dice un hadiz (tradición oral). Abū Naṣr Muḥammad ibn al-Faraj al-Fārābī, más conocido como Al Farabi, se tomó este deber en serio. Estudió todas las ciencias y las artes de su época, tales como lógica, matemática, gramática, filosofía, física, cosmología, música, ética, política, entre otras, y escribió varias obras sobre estas materias. Una de sus obras más importantes es el “Catálogo de las ciencias”, en el que enumera las ciencias y enuncia las partes que las componen. También se lo recuerda por comentar y analizar las obras de Aristóteles y Platón, conciliando lo que otros estudiosos encontraban contradictorio. Recordemos que en el año 529 Justiniano I ordena la clausura de las escuelas filosóficas paganas de Atenas, lo cual deriva en la dispersión de la filosofía griega en otras ciudades, tales como Alejandría (Egipto), Jarán (actual Turquía) y Antioquía (Siria). Con la posterior expansión del Islam en la región, a partir del siglo VII, estos conocimientos se retoman y profundizan. Al Farabi fue apodado “el segundo maestro”, luego de Aristóteles, a quien se lo consideraba el primero por haber escrito acerca de todas las ciencias desarrolladas hasta entonces.
Al Farabi nació en Wasil, en el distrito de Farab (Transoxiana, hoy Turkmenistán) entre los años 870 y 873. Falleció en el año 950 en Damasco, Siria. Su padre era miembro del ejército y su familia tenía una posición económica holgada. Recibió una muy buena educación, y desde joven mostró un gran talento, tanto para la música como para la filosofía.
Un día, un hombre muy sabio le confió su biblioteca antes de viajar. Era un tesoro de manuscritos que recorrían diversas áreas de la ciencia. Le pidió que la cuidara; que, si Dios le permitía regresar, se la devolviera. Si no volvía en diez años, la biblioteca era suya. El joven cantante y laudista se sumergió en la lectura de estos tesoros, lo cual avivó todavía más su hambre de conocimiento. Agotado el material de lectura, viajó a Bagdag, epicentro de las ciencias en esos años.
Trabajó como juez. Llevó una vida muy austera, cobrando lo mínimo como para comer y vestirse. Jamás se casó. Su ascetismo se complacía en la sabiduría de quienes le habían precedido. Su creatividad fluía tanto en los análisis de sus lecturas, como en la composición de sus propias obras. Decía que el artista es alguien que canta primero en su alma, para llegar luego a los oídos de los demás. Inventó el kanun y el laúd de ocho cuerdas. En su Tratado de Música, además de compilar y analizar la música y los instrumentos de su época, ofrece los planos para la construcción del citado laúd.
Influyó notablemente en Ibn Siná (Avicena) y Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd (Averroes).
A través de los velos de los siglos, Al Farabi nos invita a sacudirnos las distracciones cotidianas, a sumergirnos en los mares tormentosos de la sabiduría, a bucear en los sentidos profundos de los sonidos y las artes, a confrontar ideas y cuestionar lo que se da por supuesto, mientras nos susurra que “la verdad no se fabrica ni se inventa, se descubre”.
Agosto 2016
Trazos desde el islam
Duá
Por Carolina Chocrón
Cuando hacemos una súplica (duá), los musulmanes rezamos con las palmas hacia arriba. Cuando terminamos, nos pasamos las manos por el rostro y por el cuerpo. Cuando le pregunté a un imán acerca del motivo de esta práctica, me respondió citando un hadiz (tradición oral)
que dice “No extiende el siervo su mano hacia Allah, sin que Él tenga vergüenza de que la retire vacía”. Me produjo una gran ternura esta imagen del pudor de Dios y Su enorme generosidad. Y sentí inmediatamente la tranquilidad de saber que, aunque no siempre responde de la manera que esperamos, siempre derrama su misericordia sobre nosotros, aunque más no sea para retribuirnos el gesto de acercarnos a Él.
Varias veces nos dice Allah en el Sagrado Corán que le supliquemos y que Él responderá. El primer paso lo tiene que dar el creyente, la primera palabra, el primer gesto. “Cuando te pregunte mi siervo por Mí, dile que estoy cerca, respondo al reclamo del que me llama, cuando lo hace.” (Corán 2:186)
Y ante este primer paso, Allah dará dos; correrá si el creyente camina, volará hacia el creyente si éste corre hacia Él. La respuesta siempre es superior a la súplica. La misericordia siempre es mayor que el rigor.
Allah nos pide que lo llamemos por sus más bellos nombres (atributos) según lo que necesitemos: Ar-Rahman (el más Misericordioso), Al-Gafar (el que todo lo Perdona), Ar-Razaq (el Proveedor, el Sustentador), As-Salam (la Fuente de Paz) y tantos otros…
Nos pide que insistamos, que dialoguemos con Él, y que le pidamos tanto en los malos tiempos como en los buenos. La súplica nos vuelve humildes, pacientes, agradecidos. Es nuestro escudo, nuestra fortaleza, nuestro refugio. Suplicamos con la convicción interna de que recibiremos respuesta, y en cada duá (súplica) nuestra fe crece.
La Rahma (misericordia) de Allah cae sobre nosotros como una lluvia que alivia el suelo que la espera para reverdecer. Somos el vehículo de esa misericordia, que se multiplica en cada corazón suplicante y agradecido. Es que se nos recomienda ubicar nuestro pedido en el último lugar: pedimos bendiciones, por ejemplo, para los creyentes, para nuestros maestros, nuestros vecinos, nuestros padres, hijos, etc. Y sólo después pedimos para nosotros. Entonces las bendiciones crecen y crecen.
Con las palmas hacia arriba, abro mi corazón y pido desde lo más grande hasta lo más pequeño… y en el silencio de la noche comienzo a sentir el tintineo de las primeras gotas, el principio de una respuesta, la llovizna suave de Su Inmensa Misericordia.
Fátima
Trazos desde el islam
(Julio 2016)
Por Carolina Chocrón
Antes del Islam, Meca era una ciudad en la que paraban las diferentes caravanas que surcaban el Medio Oriente, para recuperar fuerzas, aprovisionarse, comprar y vender mercaderías y, sobre todo, para honrar a los diversos ídolos que moraban en la Kaaba.
Como en casi todas las culturas que conocemos, la mujer que se casaba perdía el apellido de su familia y tomaba el de la familia de su marido. El patrimonio era del hijo varón o, en caso de no tener uno, de quien se casara con la hija mujer. O sea que la familia que tenía hijos varones conservaba su patrimonio y la que solo tenía hijas mujeres, lo perdía. En una sociedad condicionada por el tránsito de gente proveniente de diversos lugares, eso era una amenaza para la seguridad económica de los clanes que la conformaban. Se fue gestando entonces una tradición por demás macabra que fue sintetizada por un poeta de la época en la frase “el mejor yerno es la tumba”: cuando nacía una niña, se la asesinaba enterrándola viva.
El profeta Muhammad (BP) mientras vivió su primera esposa, Jadiya (P), fue monógamo. Luego de su muerte se casó con otras mujeres, pero sólo tuvo hijos con la primera. Tuvo dos hijos varones que fallecieron siendo pequeños. Tuvo cuatro hijas mujeres que llegaron a la edad adulta y se casaron. Los detractores del profeta Muhammad (BP) lo tildaban de impotente por no tener hijos que continuaran su linaje. Sin embargo actualmente hay varias familias que se consideran descendientes del Mensajero de Allah (BP) a través de la única hija que lo sobrevivió y que tuvo, a su vez, descendencia: Fátima (P).
Pero ¿quién era Fátima? (P)
Fátima (P) perdió a su madre cuando era pequeña. Para ese entonces sus hermanas mayores se habían casado, así que se quedó sola con su padre en los primeros años del Islam, los más difíciles.
Era de contextura más bien frágil, pero tenía un corazón luminoso y fuerte. Una vez le preguntaron al Imam Sadiq (P): «¿Por qué han denominado "Zahrá" a Fátima?» Respondió: «Porque cuando Fátima oraba en su Mihrab, su luz brillaba para los habitantes de los cielos así como las estrellas brillan para los moradores de la tierra». Acompañaba a su padre a todos lados y lo cuidaba con profunda devoción.
Sus hermanas se casaron con hombres ricos y vivieron cómodamente. Fátima se casó con Alí (P), tan pobre como ella.
Su padre le exigía mucho más que a sus hermanas, quizás intuyera la responsabilidad que tendría en sus manos. También la trataba con mucha ternura. Era la última persona de quien se despedía cuando dejaba la ciudad, y la primera a la que saludaba al regresar. Quien la hacía feliz, lo hacía feliz. Quien la enfadaba, lo enfadaba. Decía el Profeta Muhammad (BP) "Es mi alma... Cuando anhelo oler el perfume del paraíso me acerco a Fátima".
El tesoro más grande de Fátima (P) era su amor a Dios y a su padre (BP) y, sobre todo, su fe inquebrantable. Era humilde, trabajadora, tenaz, paciente, valiente y profundamente creyente. Modelo de mujer, que la luz de sus rezos nos acompañe más allá del tiempo, más allá del espacio, por el camino de retorno a la Fuente misma del Amor.
Breve biografía de la vida Fátima Az-Zahra (P).
Preparado por la Mezquita At-Tauhid, Buenos Aires, 2005.
Trazos desde el islam
(Junio 2016)
Ibn Siná
Por Carolina Chocrón
Abū 'Alī al-Husayn ibn 'Abd Allāh ibn Siná, conocido en Occidente como Avicena, nació en el año 980 en Havzana, provincia de Jorasán, actualmente en Uzbekistán. Desde pequeño mostró una gran capacidad para aprender, su memoria era prodigiosa y su curiosidad insaciable. A los diez años de edad ya podía recitar de memoria el Generoso Corán completo. Su padre lo mandó a estudiar aritmética, geometría, filosofía… Su avidez de conocimiento convertía cada libro en agua de mar: cuanto más bebía, más sed tenía.
Cuando a la edad de dieciocho años curó de una grave enfermedad al emir de Bujara, éste lo quiso recompensar con riquezas y honores. El joven sabio le dijo que la recuperación de su salud era recompensa más que suficiente (fiel a la tradición islámica que reza que la recompensa de una buena obra es la obra en sí). Pero, ante la insistencia del emir, que se sentía ofendido, accedió a pedirle una sola cosa: el acceso a la biblioteca real. En esa época la riqueza se medía no sólo por la opulencia de los palacios, la abundancia de la comida o la delicadeza de las joyas, sino también por la cantidad de volúmenes de la biblioteca. El emir le concedió el permiso, para gran alegría de nuestro médico, que pudo sumergirse durante horas incontables en los saberes atesorados en cada uno de los manuscritos. Profundizó entonces sus conocimientos sobre jurisprudencia, matemática, astronomía, filosofía y música. Llegó a leer una copia de un documento escrito por un tal Aristarco que afirmaba que la Tierra era sólo un planeta que, como los demás planetas, giraba alrededor del Sol.
En su autobiografía cuenta que leyó cuarenta veces la “Metafísica” de Aristóteles, sin poder comprenderla. Fue gracias a un escrito de Al-Farabi sobre esta obra que finalmente Ibn Siná logró penetrar su significado profundo. Agradeció entonces a Dios y, como muestra de gratitud, donó una gran cantidad de dinero a los pobres.
Escribió alrededor de cuatrocientas cincuenta obras sobre las distintas ramas de la ciencia. Se conservaron algo más de doscientas. Pero bastaron para que se lo reconociera en Oriente como uno de los más grandes filósofos, y en Occidente como el médico más sabio de su época. Sus obras más famosas son “El libro de la curación” y el “Canon de Medicina”, que se utilizó en universidades como la Sorbona hasta bien entrado el siglo XVII. Mientras en gran parte del territorio europeo reinaban la pobreza y la suciedad, y las enfermedades eran tratadas por curanderos ambulantes acusados frecuentemente de hechiceros y demonios, en Oriente florecía la ciencia médica con los primeros hospitales, la higiene, la investigación y el registro meticuloso de signos, síntomas y tratamientos. Ibn Siná recorría las camas, le preguntaba su nombre a cada paciente y le pedía permiso para tratarlo, palparlo, examinarlo. Sus estudiantes –que llegaban desde diversas partes del mundo– lo acompañaban, hacían preguntas y arriesgaban diagnósticos, que luego eran corroborados o refutados por el maestro. Musulmanes, judíos, cristianos y zoroastrianos aprendían juntos para luego llevar sus nuevos conocimientos de regreso a sus tierras natales.
Ibn Siná era un trabajador incansable que leía y escribía mucho, y dormía ciertamente muy poco. En una ocasión lo metieron preso durante cuatro meses, tiempo que aprovechó para escribir varias obras.
Estuvo al servicio de varios emires. Instruyó a una gran cantidad de médicos. Curó a miles de enfermos, siempre agradeciendo el favor de Dios. Abú Obeid el-Jozjani, uno de sus discípulos, lo acompañó durante los últimos veinticinco años de su vida.
Se convirtió también en su biógrafo. Es gracias a él que sabemos que Ibn Siná fue envenenado a los cincuenta y siete años durante una expedición a Hamadhan. Corría el año 428 de la Hégira, el 1037 según el calendario cristiano.
Casi mil años después los médicos siguen recorriendo las camas de los hospitales junto a sus discípulos, ahora llamados residentes. A través de sus enseñanzas transmitidas de siglo en siglo, el hijo de Siná sigue curando con el favor de Dios.
Trazos desde el islam
Mayo 2016)
LATIDO
Por Carolina Chocrón
Había una vez un sabio sufí. Era muy humilde y generoso. Sin embargo, había personas que lo despreciaban, quizás porque no lo comprendían. Una de estas personas lo odiaba tanto que lo maldecía varias veces luego de cada una de sus oraciones diarias. Cuando este hombre murió, el sabio fue a su funeral, y luego permaneció varios días en retiro, sin comer ni beber, ni hablar. Quienes lo querían, intentaron en vano convencerlo de que se alimentara. Lo invitaron a cenar, pero aunque asistió, no probó bocado, ni una palabra salió de su boca. Sin embargo de pronto sonrió y comenzó a comer. Sus amigos le preguntaron qué había pasado y él les contestó “Le prometí a mi Señor que permanecería en ayuno hasta que Él perdonara al hombre que tanto me odiaba. Ahora Allah en su misericordia lo ha perdonado y ya puedo volver a la vida de este mundo”.
En nuestra distracción cotidiana solemos ofendernos con mucha facilidad, y respondemos con hostilidad a las distracciones ajenas, las cuales consideramos imperdonables.
En nuestra distracción cotidiana rompemos corazones, pisoteamos sentimientos y herimos a nuestros semejantes creyendo que impartimos justicia.
En medio del fragor de las voces interiores que nos dan la razón, se pierde el eco de las voces de los sabios que nos hablaron durante siglos del perdón. Es que, en serio, pensalo: si lo que hiciste está bien, no necesitás justificarte. Mientras nuestras voces interiores aúllan, nuestro pequeño corazón pulsa el amor en cada latido. Es un sonido tenue, minúsculo, pero resistente y cargado de sentido.
Dice un hadiz qudsí “Mundo, si el hombre al verte a ti, se olvida de Mí, esclavízalo. Pero si al verte a ti, me recuerda a Mí, cólmalo de bendiciones”. Ibn 'Arabi (1165-1240), filósofo, poeta y sabio musulmán nacido en Murcia, amaba al Creador amando Su creación. Era siempre gentil, compasivo y misericordioso, detestaba la violencia incluso en el castigo a los criminales. Encarnaba el conocimiento que poseía y compartía su sabiduría con quien quisiera beber de ella. Viajero incansable, recorrió Al-Andalus, el norte de África y parte de Asia en busca de maestros sufíes, porque hay ciertos conocimientos que, aunque se pueden compilar en escritos de numerosos volúmenes, sólo se pueden incorporar realmente cuando se transmiten de boca a oído.
Se lo considera el “sheij al-akbar”, el más grande guía espiritual. A veces sus libros son difíciles de abordar, pero igual podemos aprender de él. Basta con detenerse en frases tales como “En el día del juicio final voy a interceder por aquellos que me niegan”; entonces el perdón emerge como un bálsamo que todo lo sana, las voces interiores se acallan.
Y es así que se vuelve audible ese sonido suave, melodioso, pacífico: el latido, ese bendito latido.

Carolina Chocrón
Musicoterapeuta, reikista y profesora de canto. Abrazó el islam a la edad de treinta y dos años, atraída especialmente por el sufismo (núcleo esotérico de esta religión). Su pasión por las letras y su búsqueda espiritual la llevaron al encuentro de los escritos de grandes maestros sufíes, tanto de siglos pasados como contemporáneos. Actualmente estudia Edición en la UBA y forma parte de la Tariqa Halveti Jerrahi de Argentina, a cargo del Sheij Abdel Qadr Ocampo.
Colaboradora Revista DM2